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TÉCNICA Y CONSTRUCCIÓN DE PUENTES ROMANOS

Publicado en:
Elementos de Ingeniería Romana
Libro de ponencias
Congreso Europeo "Las Obras Públicas Romanas"
Tarragona, noviembre de 2004


Manuel Durán Fuentes © 2004

TRAIANVS © 2004


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Las obras públicas de Roma fueron imprescindibles para el desarrollo y mantenimiento de la vasta y compleja administración que, con el ejército al frente – modelo de perfección por su preparación y disciplina -, se impuso en un gran territorio, básicamente mediterráneo, que se extendió por gran parte de Europa, Anatolia, Oriente Medio y la franja marítima del norte de África. Los constructores romanos desarrollaron nuevas tipologías y materiales, como el hormigón, a la vez que perfeccionaron los procedimientos constructivos, todo ello de modo sistemático y eficaz, actuando con orden y con deseo de perdurar, aptitud que se halla implícita en todas sus actividades; superaron la rígida construcción adintelada egipcia y griega con el empleo de estructuras arqueadas que ejecutaron con la maestría de quien ha comprendido su correcto funcionamiento estructural, consiguiendo no solo el fin constructivo sino también una indudable calidad estética. Un ejemplo de ello son los espléndidos puentes, tanto viarios como los acueductos, cuya firmeza y, en ocasiones, grandeza y monumentalidad asombraba a la ciudadanía que reconocía en ellos la utilidad pero fundamentalmente los veía un símbolo del Imperio y una exaltación de la maiestas imperii y la publica magnificentia del pueblo romano. Autores clásicos resaltaron este hecho, como Dionisio de Halicarnaso (60 a.C.-10), que veía en los acueductos, el empedrado de las calles y las cloacas, la máxima expresión de la grandeza de Roma (Piranesi 1998, 97); Frontino, mensor y curator de los acueductos de Roma, que se preguntaba quién podía comparar las grandes pirámides de Egipto o las inútiles, aunque célebres, obras de los griegos con los acueductos de Roma (VV. AA. 1998 d), o Estrabón que añadía a todas las ventajas que la naturaleza le dio a Roma, “todas [las obras] cuantas puede proporcionar la industria humana" como las calzadas, los acueductos y las cloacas.

 

La obra del puente

El P.Pontones, tratadista español del siglo XVIII, definió a los puentes como “unos caminos sobre las aguas que se han de juntar con los de la tierra" (León, Sanz 1994, 246), por la continuidad que le dan por encima de este obstáculo. Se atribuye, quizá incorrectamente, al arquitecto Caio Julio Lacer el texto de una inscripción del puente de Alcántara en donde se define el puente como un “artificio mediante el cual la materia se vence a sí misma”, pues supera el vacío con sus arcos y emplea la gravedad de sus dovelas, dispuestas según una forma determinada, para conseguir la estabilidad; el arco traslada a través de su masa las cargas hasta la cimentación de las pilas y estribos.

La necesidad del puente surge por la existencia previa del camino y del obstáculo a superar y ambos, junto a las condiciones del entorno, le confieren carácter y unidad. El ingeniero es el intermediario que, mediante sus conocimientos y experiencia, traspasa la frontera de lo imaginario a lo real mediante la ejecución de un proyecto; el constructor es quien materializa la obra. Es en el diseño, como establece Vitrubio, donde el proyectista ‘ordenará’ la obra con la justa proporción de sus elementos y la ‘dispondrá’ al colocarlos de un modo apropiado, tratando de alcanzar la euritmia y la simetría o armonía de las partes que componen la obra; en todo este proceso tendrá en cuenta la apropiada administración de los materiales y los terrenos, con costes ajustados y razonables. La construcción deberá alcanzar los tres objetivos señalados por Vitrubio: la solidez y estabilidad (firmitas), la racionalidad de la solución elegida para cumplir los fines marcados (utilitas), y la belleza (venustas), mediante las agradables proporciones de la obra; la obra, una vez terminada, alcanzará su plenitud y transformará el entorno con un paisaje inédito.

El puente no ha sido, ni es, una obra que se haya construido con abundancia debido a la dificultad frecuente de su ejecución, al elevado coste, y a la necesidad de personal técnico muy especializado. Desde los tiempos de la república romana hasta principios del siglo XX, en los puentes se emplearon las bóvedas de piedra, generalmente de medio punto, con dovelas parecidas con las juntas que convergen en un mismo centro; es una forma fácil de replantear con un cintrel de madera o cuerda, que se ajustaba al carácter práctico de la construcción romana, a su gusto por las cosas sencillas, y a la exigida rapidez y economía en sus ejecuciones (Choisy 1999, 12). Los constructores debieron elegir con acierto el lugar más adecuado para implantar el puente, superar las dificultades de la cimentación de sus ‘cepas’, acertar con el número y tamaño de las bóvedas para darle el desagüe más acertado, diseñar con tino las dimensiones de pilas, estribos y bóvedas, y todo ello dentro de un plazo de tiempo y de un presupuesto; para lograrlo el nivel de sus conocimientos técnicos y experiencias constructivas tuvo que ser muy alto con respecto al resto de profesionales; en muchas ocasiones, sus obras fueron consideradas ‘sobrehumanas’.

 

Los constructores romanos

En diversas obras clásicas están citados personajes, más o menos imaginarios, a los que debemos el descubrimiento de una determinada forma estructural, un procedimiento constructivo, o una edificación singular; muchas de estas noticias no tienen más valor que el anecdótico, pues, lo más probable, es que las novedades anunciadas se debiesen no a la puntual inventiva de un individuo sino a la evolución y experiencia de una tradición constructiva. Según San Isidoro, por ejemplo, los griegos consideraban a Dédalo el inventor de la construcción de muros y techos, que la había aprendido de la diosa Minerva; Demócrito de Abdera atribuyó a Posidonio la invención del arco de dovelas, de forma inexacta pues se sabe que las estructuras arqueadas surgieron unos milenios antes del cambio de Era en las cuencas de los grandes ríos orientales; Aristóteles atribuyó, también de modo incorrecto, la primera construcción regularizada y ortogónica de una ciudad, al arquitecto o político – se duda de su verdadero oficio - Hipadamo de Mileto.

Si dejamos a un lado estas referencias más o menos míticas, y buscamos a los verdaderos artífices de las obras públicas de Roma, seguramente hallemos unos eficaces funcionarios, una administración y un sistema económico y social propicio para que se construyesen esas obras, muy necesarias para la ocupación y posterior romanización de los territorios conquistados territorial y la  consolidación y mantenimiento del imperio, y que gozaban de un gran prestigio entre la ciudadanía romana, ya fuesen promovidas por el emperador o por un rico ciudadano. Una de las instituciones más conocidas fue la magistratura denominada cura viarum, creada en época republicana y reorganizada por Augusto, y cuyos responsables – los curatores - eran los supervisores de la construcción o del mantenimiento de las diversas obras públicas, y según fuese el tipo de obra o su misión así se les denominaba; conocemos el curator operis que detentaba la dirección de una obra; el curator viarum - título que se concedió Augusto y cargo que también tuvo L. Fabricius constructor del puente de Roma que lleva su nombre –, que eran los responsables de una o varias vía; el curator aquarum, bajo cuya responsabilidad estaba un abastecimiento de agua, como el de Roma a cuyo frente estuvo Frontino autor de una obra sobre los acueductos de esta ciudad. En Hispania habitó Lucio Minucia Cuadronio Vero que, según una inscripción hallada en Barcelona, ocupó varios cargos públicos, como el de curatori operum publicorum et aedium sacarum, curatori viae y flamini praefecto alimentorum, asimilado a un inspector de obras públicas y de edificios sagrados, de la red viaria y prefecto de abastecimientos (Balil 1976, 247-248). Otro personaje en las obras era el redemptor, considerado como un moderno empresario contratista o responsable de la ejecución de las obras públicas, aunque en El Digesto de Justiniano está descrito con funciones subordinadas al curator (Choisy 1999, 203).

Sin embargo uno de los técnicos más vinculados a las obras era el arquitecto, ya activo en Grecia - el άρχιτέκτων – y reconocido por sus obras, como Eupolinos de Megara, citado por Herodoto (III, LX), que realizó un largo túnel para el abastecimiento de agua a la ciudad de Samos; el arquitecto griego era un profesional apreciado y cualificado que no sufre el desprecio que sentía la sociedad por los trabajadores manuales ya que, como justifica el propio Platón, no era un obrero sino que solo mandaba en ellos y era poseedor de una ciencia teórica (Hellman 2002, 35). Era el responsable de la proportio, la proporción y armonía de la obra pero no de la elección de los materiales ni de la calidad de la ejecución (Fiches 2000, 364). Se desconoce si los arquitectos romanos tuvieron una consideración social baja al tratarse de un trabajo vinculado a numerosos artesanos que, según Cicerón (104-43 a.C.), “desempeñan un oficio vil; la “officina” (taller) no parece conciliable con la condición de hombre libre"; Plutarco (46-119) expresa una idea parecida ya que escribe que "el trabajo realizado con las manos, siempre es despreciable". Sin embargo Vitrubio sí valora esta profesión que quizá desempeñó en tiempos de Augusto, y la defiende al quejarse del intrusismo que la invadía, pues se hallaba "vejada por ignorantes e inexpertos que no solamente son arquitectos ni siquiera aun albañiles". El arquitecto era el que elaboraba el proyecto de una obra, la forma (Laporte 1997, 755 y 756), que posiblemente incluía planos pintados con anotaciones (picta et adnotata), el presupuesto y las instrucciones para hacer las obras cumpliendo diversas y estrictas normas de disposición (Vitrubio III,I), constructivas e incluso urbanísticas, cuando eran aplicables y que conocemos por el tratado De aedificiis privatis que reúne las normas dictadas por Zenón, a finales del siglo V, para la ciudad de Constantinopla. En ella se incluían sanciones de tipo económico en caso de incumplimiento que afectaban no solo al propietario de la obra, que además tenía la obligación de la demolición, sino también el arquitecto, el maestro constructor, el ergolabus, y el opifex que era el operario que la ejecutaba (Malavé 2000, 242). También al arquitecto romano tuvo que asumir obligaciones y correr el riesgo de sanciones, como las demandadas por el propio Vitrubio (X,I) para su aplicación en Roma, similares a las que marcaba la antigua ley de Éfeso, por la cual los arquitectos, por ejemplo, debían responder con sus bienes a cualquier desfase presupuestario en la ejecución de una obra que superase la cuarta parte de su coste inicial. Este tipo de obligaciones ayudarían, según este autor romano, a conseguir que solo ejerciesen la profesión personas competentes, y a evitar los graves perjuicios económicos que sufrían sus conciudadanos. Los arquitectos romanos también tenían misiones que ejercían en la contratación de la obra, en su replanteo y durante la ejecución, como el cuidado de los obreros, la recepción de los materiales, la verificación de los trabajos realizados por los maestros y especialistas que debían estar conformes con el proyecto, la recepción de los trabajos acabados y el libramiento de las autorizaciones de pago. Facilitaba al constructor los pormenores y detalles del proyecto por medio de dibujos, mientras que para darle la idea y grandes líneas de la obra se ayudaba de una maqueta a escala, la paradeigma griega (Hellmann 2002, 38), realizada con madera o arcilla cocida, que también facilitaba el trabajo de los canteros, albañiles y escultores.

En las obras provinciales no siempre actuaba un arquitecto procedente de la metrópoli o de la unidad militar más cercana, sino que había que recurrir a profesionales civiles de otros territorios. Dos importantes obras publicas de Hispania fueron realizadas por sendos arquitectos nativos, en concreto lusitanos; el primero llamado Gaius Sevius Lupus, de Aeminium - la actual Coimbra - levantó el faro de Hércules de A Coruña única linterna romana que todavía está en uso, y el segundo de nombre Gaius Iulius Lacer fue el constructor del puente de Alcántara. Otro arquitecto hispánico, de procedencia desconocida, fue Apuleius que realizó la cimentación del templo de Diana de Clunia (Martínez 1998). A pesar del escaso conocimiento sobre la actividad y la actuación de estos técnicos nativos, probablemente fueron abundantes si se toma en consideración las informaciones de las cartas que Plinio el Joven enviaba a Trajano desde Bitinia al inicio de su cargo de gobernador, solicitando el envío de algunos técnicos desde Roma; el emperador le contesta que se sirva de los arquitectos locales que no le pueden faltar pues no hay provincia que no los tenga expertos e ingeniosos, antes que esperar a que se los enviasen desde la capital donde no abundaban pues también una mayoría de los que trabajaban en ella procedían de Grecia (Blanco Freijeiro 1977, 39).

Buena parte de los técnicos y, en ocasiones la propia mano de obra que intervenían en las obras públicas formaban parte del ejército, pues era la única institución oficial que podía darles una buena formación, una eficaz organización y la provisión de los medios materiales (Galliazzo 1995, l, 193) (Février 1979, 91). Este personal técnico era enviado, de modo individual o colectivo, desde Roma o desde las unidades militares acantonadas en un lugar más o menos próximo a la obra, atendiendo la demanda de sus servicios solicitados por instituciones, cargos imperiales o ciudadanos influyentes. La actividad constructiva de los soldados era, además de un trabajo de nulo o bajo coste que abarataba la construcción, una buena manera de mantener ocupada la tropa en tiempos de paz. Se han hallado testimonios de la participación de unidades del ejército en la construcción, conservación y reparación de obras públicas sobre todo legiones y vexillarii, y de los diversos trabajos y tareas que realizaban los soldados. Las inscripciones formadas por la letra L seguida de un numeral y que se han hallado en sillares, miliarios o ladrillos, han sido interpretados como la prueba de la participación de una legio en una obra; se conservan varias en el puente del Diablo de Martorell que muestran la intervención en la obra de las legiones IIII Macedonica, la VI Victrix y la X Gemina, todas ellas estacionadas en Hispania bajo los Julio-claudios (Bohec 2004, 286-287); son las mismas legiones que también intervinieron en la vía de Oiasso a Caesaraugusta por Pompaelo, como muestran sus numerales grabados en los miliarios de Sora (L·X·G), de Castiliscar I (Leg IIII Mac) y Castiliscar II (L VI) todos ellos hallados en la provincia de Zaragoza (Lostal 1992, 26-28). En otros casos su presencia está indicada en textos grabados en lápidas colocadas en la fábrica de la obra, como las conservadas en el puente acueducto de Cesárea Marítima en Israel, en las que se cita, enmarcadas en una tabula ansata, la presencia en tiempos de Adriano, de vexillatonis de las legiones II Trajana Fortis y de la X Fretensis; en ocasiones, estos grupos de soldados eran agrupados bajo un estandarte, vexillum, para la ejecución de una obra pública (Bohec, 2004, 41 y ss).

Las tareas encomendadas a los soldados era diversas, pues lo mismo transportaban los materiales de construcción que los fabricaban, en caso de los ladrillos o adobes, realizaban excavaciones y terraplenados, labraban sillares de piedra, etc.; algunas de ellas nos son conocidas gracias a hallazgos arqueológicos, como el papiro de Karanis (Egipto) que contiene el testimonio del soldado Julio Apollinario de la Legio III Cyrenaica, que desde Petra escribió una carta a su padre Julio Sabino en el año 107 d.C., en la que le contaba su ascenso y el traslado a un nuevo destino de librarius, por lo cual había dejado de tallar piedra, tarea en la que trabajaban todos los soldados (Vega Abelaira 2001, 180 y 181). Esta piedra posiblemente iba destinada a la ejecución de la Via Nova Traiana en la recién conquistada Arabia (Hamey 1990, 4 y 5), y que desde Bostra, al sur de Siria, se dirigía hasta Aila, cerca de Aqaba en el Mar Rojo.

En el ámbito de la construcción romana también fue de gran importancia la figura del promotor, tanto o más que la del arquitecto, considerado por el ciudadano como el verdadero autor de la obra, pues era quien la impulsaba, la financiaba e imponía en ella su gusto o ideología (Jiménez 1994, 33). Durante la República la iniciativa para la construcción de las obras públicas surgió de la aristocracia o del Senado que, según el agrimensor Siculo Flacco, las ponían en manos de políticos como los censores que dirigían el proyecto y la obra, los ediles que eran unos magistrados de rango inferior responsables del mantenimiento de las obras en general y los magistri viarum encargados en concreto del mantenimiento de las vías vecinales. En tiempos del Imperio el promotor de las obras era siempre el propio emperador, proceso que inició Augusto y continuaron otros emperadores de amplio historial constructivo como Claudio, Nerón, Trajano y sobre todo Adriano, a los cuales se les han supuesto amplios conocimientos de arquitectura por el gran interés hacia ella y su tremendo afán constructivo (Piranesi 1998, 228). En ocasiones eran los poderes locales los que se encargaron de la promoción y construcción de las obras públicas, con la previa autorización del emperador y pocas veces con su ayuda financiera, ya que el gobierno imperial solo garantizaba la seguridad y la legalidad en la provincia. En la antigua Hispania se han conservado tres textos epigráficos que mencionan estas intervenciones llevadas a cabo por ciudades o municipios en la construcción o reparación de vías y puentes; el primero se halló en el puente de Chaves, la antigua Aquae Flaviae, en una columna llamada, el Padrão dos Povos, donde se muestra el agradecimiento de diez civitates galaicas al emperador Vespasiano, al legado propretor Caio Calpetano Rancio Quirinal -el mismo que también aparece citado en miliarios de la Via Nova-, al procurador L. Arruncio  y a la legión VII Gemina, por algún favor o privilegio desconocido. Su colocación también pudo deberse a la conmemoración de la construcción del puente por esas ciudades con el subsidio económico de la administración imperial y la dirección técnica de los ingenieros de la Legión VII Gemina (Le Roux, 1982); en la segunda inscripción, conservaba en una placa de mármol renovada en el siglo XIX y colocada en el arco de triunfo del puente de Alcántara, aparecen los nombres de once municipios lusitanos que contribuyeron económicamente a la obra del puente. Al parecer había otra inscripción donde se incluían los nombres de otros dieciséis municipios, también estipendiarios, que elevaría a veintisiete el total de los contribuyentes (Rodríguez Pulgar, 1992, 55 y ss.); por último la inscripción de Oreto indica que la construcción de un puente se llevó a cabo por una comunidad local (Sillières 1990, 699).

Hubo otros profesionales que actuaron en las obras públicas y la edificación, como los fabri que materializaban la obra bajo las órdenes del praefectus fabrum, los artificis, artesanos que poseían los conocimientos y la habilidad para desarrollar su oficio que ejercían sobre todo en las ciudades, los mensoris, muy citados en las fuentes clásicas, que realizaban trabajos propios de la ordenación y medición del territorio, similares a los que realizaban sus homólogos griegos o bematistes (Nicolet 1988, 161 y ss); los que estaban encuadrados en el ejército eran conocidos por castrorum metator o castrorum mensor. A partir del siglo II los lazos de unión de este cuerpo militar y los agrimensores se estrecharon mucho más, ya que en bastantes regiones del Imperio era la autoridad militar la única que se ocupó de la centuriación. Se conocen los nombres de algunos agrimensoris como Sexto Julio Frontino que nos legó cuatro tratados de agrimensura, Hyginus, Balbo, Sículo Flacco y Nicostratus de Pompeya, ciudad en la que se halló la estela funeraria de su enterramiento, con su nombre y el detalle de una groma (Adam 1996, 11). Los que manejaban los aparatos de nivelación eran el decempedator, el compedator y el gromaticus, según fuese el instrumento de nivelación empleado, la decempeda, el pes o la groma. Los libratores eran los especialistas en controlar la pendiente o libramentum en las conducciones de agua con la groma y el chorobates (Malissard 1996). Un texto que describe su trabajo se conserva en una estela hallada en la antigua villa de Colonia Iulia Augusta Saldae Legionis VII immunis, la actual ciudad argelina de Bejaïa, erigida por el librator Nonius Datus para conmemorar la terminación del acueducto a esta ciudad. Llegó a la villa en el 137 a desde su guarnición de Lambése a solicitud de las autoridades locales ya que debido a la complejidad de la obra, no la podían abordar los técnicos locales. Realizó las nivelaciones oportunas y el proyecto que remitió al procurador de Caesarea en la provincia de Mauretania. Volvió por segunda vez en el año 150 para controlar, durante unos meses, las obras realizadas por los técnicos y contratistas locales, entre las que se hallaba un puente acueducto y un profundo túnel. Tuvo que volver por tercera vez en el 153 o 154, licenciado del ejército pero todavía con la misma profesión, solicitado de nuevo por la autoridades civiles al legado de la Legio III Augusta para corregir un grave error de alineación cometido en un largo tramo entre dos pozos verticales auxiliares, y que impedía encontrarse las dos galerías del túnel excavadas; para solucionarlo marca nuevas direcciones en las dos galerías y manda excavar en competencia a dos cuadrillas, una de marineros de la flota de Mauretania y otra de Gésates, tropas auxiliares procedentes de la provincia de Recia, al norte de Italia, que consiguen unir las dos galerías y terminar el acueducto (Laporte 1997, 747 y ss).

Para finalizar también estaban los aquileges y los calculatores que manejaban el abacus, aparato de cálculo utilizado en aquellos tiempos y que conocemos gracias al grabado de uno de ellos en una lápida del siglo l a.C. conservada en el Museo Capitolino de Roma (Palma 1993), los lapidarii que trabajaban la piedra en general, los marmorarii que labraban el mármol, los structores pavimentarii que eran los especialistas de la construcción de pavimentos signinum (de barro cocido y mortero),  tessellarum ( a base de pequeñas piezas de piedra, mármol o barro cocido, llamadas teselas dispuestas en mosaicos), o terrazzo signinum (Lancha 1994, 128).

La organización y participación de todos estos especialistas en la construcción, a pesar de ser poco conocida, debió estar lo suficientemente desarrollada y ser lo bastante dinámica para resolver, de modo tan eficaz, la ejecución y el mantenimiento de las muchas obras públicas realizadas a lo largo y ancho del Imperio, algunas de ellas de gran calidad técnica y estética. Para lograr el desarrollo de la construcción romana también se necesitaba la existencia de industrias suministradoras de  materiales de construcción y de transporte, a veces desde grandes distancias como las que tenían que recorrer el esparto español o la caña griega hasta Roma para la ejecución de falsos techos enlucidos (Vitrubio, VII, III, 10).


Las unidades de medida, el módulo y la proporción

El arquitecto utilizaba un conjunto de unidades de medida bastante amplio y valorado pues, según Platón, gracias a ellas el arte de construir era la actividad más exacta y científica; sus nombres son conocidos por textos clásicos y la Arqueología. El tamaño de estas antiguas unidades no se conoce con exactitud, ya que solo se dispone de un número reducido de hallazgos que permitan su medida; se trata de algunas reglas metálicas que conservan las incisiones de una medida y algunos submúltiplos, o los grabados de algunas de estas unidades en lápidas que se situaban habitualmente en sitios concurridos, como mercados, plazas o entradas de las ciudades. Su origen procede, como es habitual en muchas culturas, de los tamaños de los distintos miembros o partes del cuerpo humano que han proporcionado unos patrones de disponibilidad inmediata, pero de una cierta variabilidad que se trató de superar estableciendo patrones inalterables y únicos en todo el Imperio. Los intentos llevados a cabo por Augusto cuando encargó al mensor Balbo que recopilase todas las medidas de todo el imperio con la finalidad de unificarlas, no tuvieron éxito. Se siguió empleando medidas, de tamaños variables según el lugar, alguna de las cuales conocemos por conservarse sus patrones confeccionados en piedra, madera o metal, como la mesa de mensuras exaequandas hallada en Pompeya que permitía a los magistrados municipales controlar a los comerciantes, o la lápida con medidas de tejas y ladrillos, conservada en la localidad italiana de Ascoli Piceno.

Las unidades romanas más citadas en los textos clásicos son el dedo o digitus, la mínima unidad de longitud empleada, el pie, el codo, el palmo, el paso, etc., que se relacionaban entre si con un sistema duodecimal de origen itálico y decimal originario de Grecia pero también empleado en Roma. Una de las más conocidas es el pie, ya que aparece citada en numerosos textos normativos y técnicos de diversas épocas como las XII Tablas (450 a.C.) (Cornell 1999, 318 y ss), las normas urbanísticas de Augusto y Nerón (I d.C.), Trajano (II d.C.), la Constitución de Zenon, los escritos de Vitrubio, Plinio El Viejo, etc. El modelo oficial era el pes monetalis que se guardaba en el templo de Juno Moneta de Roma; su medida de 0,296 m puede comprobarse en las reglas de bronce y hueso encontradas en Herculano (Vázquez Queipo 1859, 33), en la estela funeraria de un carpintero naval hallada en el puerto de Ostia (Adam 1999 [1989], 43), y en una tabla oficial de medidas de longitud vigentes en el siglo I d.C. hallada en el mercado de la ciudad libia de Lepcis Magna. Otros valores del pie empleados en las obras romanas eran el pie gálico que medía 0,324 m, el ptolemaico de la provincia de Cirenaica de 0,309 m y el pie drúsico, empleado por Druso en Germania, que tenía una longitud de 13½ pulgadas en lugar de 12, lo que le da un valor métrico de 0,332 m (Puig y Larraz, 1898). En la Grecia Clásica también había varias unidades de pies, por lo menos las tres reconocidas a partir de los trabajos d e W. Dörpfeld (Hellmann 2002, 45): el pie dórico con un valor aproximado de 32,6 cm, el pie ático de 29,4 cm y el pie jónico de 34,8 cm. El pie tuvo submúltiplos como el semipes (1/2 pie), el palmus minor (¼ pie), el palmus mayor (¾ pie), la uncia (1/12 pie), sescuncia (1/8 pie), sextans (2/12 pie), quadrans (4/12 pie), dextans (10/12 pie), el digitus (1/16 pie), y múltiplos como el palmipes igual a 1¼ pies, el cubitus de 1½  pies, el gradus de 2½ pies y el passus de valor 5 pies.

La medida del pie romano ha sido investigada desde el Renacimiento, aunque es desde el establecimiento del sistema métrico decimal en el siglo XIX cuando se han hecho los mayores esfuerzos. En España el gramático Elio Antonio de Lebrija (1444-1532) hizo pintar en la entrada de la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, para que sirviese de patrón, un pie romano obtenido de las mediciones que efectuó en el estadio de Mérida y en la Vía de la Plata entre dos miliarios (Enrique Granados; López Rodríguez 1998, ix-x). Fue el alemán Hultsch, entre otros, el que estableció en 1882 el valor medio de 0,2957 cm (Liz Guiral 1988, 149) que redondeado a milímetros es el citado anteriormente.

En los puentes de Hispania hemos encontrado diversas pruebas que parecen demostrar el deseo de sus constructores por cumplir los preceptos vitrubianos de la simetría -expresión de las relaciones entre las partes de la obra-, y del conveniens consensus existente al participar todas ellas de un módulo de medida común. En muchos de ellos se aprecia un diseño armonioso conseguido por la similitud de tamaños de los arcos y pilas, por la simetría formal de sus alzados, o por diversas proporciones entre las dimensiones más importantes. La existencia de un cierto módulo parece hallarse en los puentes Bibei, Freixo y Alcántara: en el primero es posible que fuese el valor similar de la anchura de las pilas; en el segundo habría dos módulos,  de 6 y 10 pies, extraídos de las medidas de las luces de sus arcos, el ancho de la plataforma y las anchuras de pilas (10,12,16 y 26 pies); son, según Vitrubio, números perfectos, el segundo, más antiguo, procede de Grecia, y el primero es la base de muchas relaciones de medidas, de moneda, etc. (Vitrubio III,1); en el puente de Alcántara el módulo parece tener 9,20 pies, quizá materializada, durante la construcción, en una vara como base unitaria de las dimensiones de la obra; el uso de una pértiga o vara, ya está atestiguado en la Biblia (Ezequiel, 40,2), pues se cita el uso de una cuerda de lino y una vara de medir de unos cuatro metros en la medición del Templo; también los centuriones del ejército romano utilizaban una vara de diez pies en la construcción de los campamentos militares (Connolly 1981, 13).

Las relaciones entre el módulo y las partes de una construcción se establecían geométricamente sobre el plano, o eran aritméticas expresadas por números racionales, enteros, decimales o fracciones, e incluso irracionales; Vitrubio aconseja un modulo, representado por el diámetro de las columnas, igual a 1/11,5 o 1/24,5 del frente del edificio según fuese tetrástilo u octástilo (libro III, 2). Estas relaciones ya eran usadas en la antigua construcción griega, alguna expresada en números irracionales, como √2, la diagonal de un cuadrado de lado unidad, y √5, valor obtenido en la generación sucesiva de diagonales de rectángulos de altura unidad y bases igual a √2, √3, y √4; también está en el número de oro o sección áurea, ya formulada en los Elementos de Euclides. Este número, representado desde el siglo XIX por la letra griega Φ por la decisión del alemán Mark Barr que quiso homenajear con ello al escultor Fidias (Esteban 1998, 43), tiene un valor aproximado de 1,618 obtenido a partir del cociente de dos partes de un segmento, A y B siendo A la mayor: A/B = A+B/A = (1+√5)/2 = Φ. Le dedicó su atención el matemático Pitágoras y fue utilizada por los arquitectos griegos en algunas construcciones como el teatro de Epidauro, cuyo graderío está dividido por un pasillo horizontal en dos zonas con 21 y 34 filas de asientos, cuya relación entre ellos es el número áureo (1,619). Son dos números sucesivos de la serie de Fibonacci, que comienza con el 1 y el 2 y continúa con la suma de los dos anteriores 1,2,3,5,8,13,21,34,… y así hasta el infinito (Dilke 1987, 30).  Estos números irracionales, como la √5 y el mencionado número de oro Φ, también se halla en la construcción romana, como en las puertas de los templos dóricos (Vitrubio, VI,6). En los puentes de Hispania se halló una relación con base en los números irracionales, sin duda realizada con ayuda de la geometría, en los puentes de Alcántara, Freixo y Bibei; en el primero las luces de los arcos primero y segundo, comenzando por la margen izquierda, están relacionadas según la sección áurea, aunque hay quien la considera de tipo casual (Liz Guiral 1988, 169); en el Ponte Freixo, esta relación se halla entre las luces de los arcos (7,70/4,75) y la luz del arco menor y la anchura de las pilas extremas (4,75/2,83); en el Ponte Bibei, la luz del arco menor izquierdo (6,20 m) es √2 el módulo (anchura de la pila contigua de 4,40 m), la luz del arco derecho (8,70) es el doble de este valor (√2x√2 ) y la luz central (18,60 m) tres veces la √2 del mismo (3x√2) o lo que es lo mismo el triple de la luz del arco izquierdo. Fuera de Hispania en la antigua provincia de Narbonensis se halla la relación áurea entre las luces del arco central de 56 pies y los arcos laterales del Pont Julien (35 pies).

Una proporción sencilla, basada en una sucesión de números enteros, pudo haberla en el primitivo puente romano de Ourense, pues las luces de sus siete arcos pudieron estar en la relación 1-2-3-4-3-2-1, siendo el módulo unitario la luz de los arcos extremos; aquí también hallamos la presencia del número 10, pues es la suma de los números 1, 2, 3 y 4.

Otras relaciones sencillas están presentes en el puente de Alcántara, pues la luz del tercer arco L3 - comenzando por la izquierda - esta relacionada con la luz del primero L1, según el número dos: L3/L1 = 2 (Liz Guiral 1988, 169); en el Ponte Freixo la suma de la luz del primer arco y del espesor de la pila extrema es igual a la luz de segundo arco: L1 + E1 = L2, disposición similar a la que hemos hallado en los puentes de Los Pedroches, de Villa del Río y de Aljucén. Este último pudo tener también una curiosa disposición simétrica en la que la longitud entre estribos era seis veces la suma de la luz del primer arco y el espesor de la primera pila.

En el cuadro siguiente se exponen las disposiciones que hemos hallado en los puentes romanos de Hispania:


Simétrica: Martorell, Villa del Río, Pedroches, Alcantarillas, Mérida tramos I y II, Alcántara, Segura, Freixo, Aljucén, Caparra y Ponte de Lima.
Uniformidad de tamaño: Salamanca, Pedra, Chaves, Mérida tramo III, Albarregas, Vila Formosa, Lugo, Alcantarillas, Caparra y Cigarrosa.
Proporcional: Ourense, Bibei, Alcántara
Armónica: Alcántara, Freixo

De un total de treinta y cinco puentes conservados en Hispania que podemos considerar que tienen o han tenido un indudable origen romano, dejando a un lado doce de ellos -nueve de una bóveda, tres que tienen dos de luces muy diferentes y el único puente que tuvo arcos de madera, A Pontóriga en Ourense- restan veintidós, de los cuales veintiuno conservan una o varias de las disposiciones expuestas ( 95,45 %): Simétrica el 52,4 % de ellos, con sus dimensiones principales de tamaños uniformes el 47,6 %, con una disposición total o parcial de tipo armónico el 9,5 %, y con sus dimensiones relacionadas según determinadas proporciones el 14,3 %.


La tipología de los puentes de Hispania

Carlos Fernández Casado (1980) propuso una sistematización cronológica de los puentes romanos españoles desde un punto de vista morfológico, a pesar de la dificultad que ello entrañaba y que él mismo reconoció. La ordenación la realizó en torno a tres modelos de puentes representados por el de Mérida, Alcántara y Cangas de Onís (erróneamente considerado como romano). El primer modelo es una obra de poca altura, rasante alomada y con una relación grande del espesor de la pila y las luces contiguas que le daba una insuficiente sección de desagüe, que los romanos trataron de aumentar con desaguaderos en los tímpanos, consecuencia de “la falta de dominio en el modo de enfocar el problema del puente". Desde el punto de vista de su datación, lo supone construido en la primera época de la romanización.  El modelo representado por el puente de Alcántara lo eligió como prototipo indiscutible de los puentes imperiales o de una segunda época, donde "se aprecia un dominio técnico del tema que les permite destacar con naturalidad y fuerza sus valores expresivos". La característica más acusada, según Fernández Casado, es que la relación del espesor de la pila y los vanos contiguos disminuye de modo notable con respecto a los anteriores. Por último, señala un tercer modelo representado por aquellos puentes de un único arco estribado directamente sobre las márgenes del río, generalmente encajado en profundos valles en V, cuyo modelo lo vio representado en el puente asturiano de Cangas de Onís. Este modelo, desde nuestro punto de vista es el más discutible ya que en Hispania no se conserva ningún puente romano con las características de este puente.

Partiendo de esta idea, hemos analizado las tipologías de los puentes hispánicos que, de acuerdo con nuestras conclusiones, responden, básicamente, a cuatro modelos:

a) El modelo I es un puente bajo de plataforma horizontal sobre una arquería compuesta de varias bóvedas de medio punto de luces muy parecidas o iguales, lo mismo que los espesores de las pilas, con accesos también horizontales o en rampa. Fue empleado fundamentalmente para cruzar ríos que discurren por valles llanos y amplios, y que en las grandes avenidas pueden ser rebasados sin mucho problema. Dentro de este tipo incluimos los puentes de Salamanca, Ponte de Pedra, Ponte de Trajano de Chaves, el Romano de Lugo, Ponte de Lima, el tramo III de Mérida, Albarregas y Ponte Velha de Vila Formosa. Los puentes de Alcantarillas (Sevilla) y Caparra serían del mismo modelo pero solo con dos bóvedas. Son diez ejemplos que representan un 27,8 % de las obras analizadas (36 obras).

b) El segundo tipo, modelo II, es un puente apropiado para valles de tipo medio o ligeramente encajados donde se desarrolla este modelo no muy alto que también podía ser rebasado por las grandes avenidas, con rasante horizontal o ligeramente alomada y una distribución simétrica de bóvedas de luces crecientes desde ambas orillas. Incluimos en este tipo a los puentes de Freixo, A Cigarrosa, Alconétar, Los Pedroches, Villa del Río, el desaparecido puente de Aljucén, los tramos I y II de Mérida, el de Segura, A Pontóriga y, posiblemente, el romano de Ourense. Una variante alta de este modelo son los puentes de Bibei y Alcántara. Este modelo representa el 33,3 % de las tipologías analizadas.

c) El modelo III tiene dos arcos de luces desiguales, uno de mayor amplitud dispuesto sobre el cauce principal y otro de menor abertura situado fuera del cauce de aguas normales que en ocasiones perfora los largos muros de acompañamiento de uno de los estribos. La rasante puede ser horizontal o ligeramente inclinada. En esta tipología se han incluido los puentes del Diablo de Martorell, San Miguel y Ponte Pedriña (8,3 % del total).

d) El modelo IV está representado por las obras de un solo arco, cuya luz varía en función de la importancia del curso de agua sobrevolado; el puente de Pertusa es el de mayor luz de los estudiados, que pudo alcanzar los 28 m de luz y el Ponte Navea, que posiblemente llegó a los 20 m; otros son más modestos, como el de Baños de Molgas de 10,40 m, Ribeira do Forno de 9,50 m de luz y el Ponte do Arquinho de 7,40 m, pero la mayoría son alcantarillas cuyas aberturas varían entre 4,00 y 5,00 m, como la de Mérida, Miróbriga, Ponte do Arco, São Lourenço y las dos conservadas en Cerezo de Riotirón (Burgos). Algunas de ellas presentan la curiosidad constructiva que la abertura de la bóveda coincide con la anchura (São Lourenço, las dos obras de Cerezo de Riotirón y Ponte do Arquinho). Esta tipología representa el 30,6 % del total.


Características constructivas de los puentes romanos de Hispania

El puente romano y el arco están muy vinculados, pues le permitió al ingeniero romano construirlo de modo eficaz; utilizó, fundamentalmente, la bóveda de dovelas de piedra y de modo más reducido el ladrillo y el hormigón, si observamos las obras conservadas; la directriz más habitual en Hispania es la semicircular, aunque no faltan obras con bóvedas rebajadas como el puente de Alconetar en la Vía de la Plata y el Ponte Pedriña en la Via Nova. Hoy sabemos que la ventaja de las bóvedas circulares rebajadas frente a las de medio punto es el ahorro de material, pues necesita menos espesor para su estabilidad ya que esta directriz se ajusta más a la curva de presiones de las cargas y sobrecargas habituales; el espesor estricto de un arco de medio punto sometido exclusivamente a su peso propio es 1/18 de la luz, mientras que el de un arco circular rebajado de la misma luz está en torno al 1/35, por lo que el volumen de piedra de este último es casi la mitad del necesario para el primero. El inconveniente principal es el incremento de la componente horizontal del empuje de la bóveda sobre los estribos que debían ser más grandes. No sabemos si los ingenieros romanos eran conocedores de lo primero aunque estamos convencidos que sí conocían lo segundo. Otros tipos de directrices son escasas pues solo se conoce la de varios centros del puente de Vaison-la-Romaine (Francia) y la claramente apuntada de la bóveda izquierda del puente de Augusto en Rimini (Italia).

Sin entrar en el análisis de las variaciones constructivas de las bóvedas de los puentes romanos (Durán 2002, 35 y ss.), destacamos las dos características dimensionales y constructivas más útiles para la identificación de este patrimonio:

Anchura de la bóveda

Las bóvedas de los puentes romanos se diferencian de las que poseen muchos de los construidos posteriormente, sobre todo de los medievales, por su mayor anchura ya que en general superan los 5,00 m, como veremos. Analizada esta dimensión parece que el constructor romano tuvo la intención de no reducir la amplia anchura de la vía a su paso por el puente para una mayor comodidad del tránsito.

Se ha analizado una muestra de treinta y cinco medidas correspondientes a los puentes estudiados, con los que se obtuvo los siguientes resultados:


Anchura Nº de bóvedas Frecuencia Frecuencia acumulada
0,00-4,00 0 0,00% 0,00%
4,00-4,99 9 25,71% 25,71%
5,00-5,99 7 20,00% 45,71%
6,00-6,99 13 37,14% 82,86%
7,00-7,99 6 17,14% 100,00%

Con estos resultados se observa que el 74,29 % de los puentes de Hispania tienen bóvedas de más de 5,00 m de ancho, ya que el 25,71 % es menor de esa medida. El menor valor menor, de 4,20 m, lo tiene la alcantarilla de Miróbriga, 4,30 m la alcantarilla portuguesa de Ponte do Arco y 4,60 m los puentes orensanos de Baños de Molgas y Freixo; el mayor, de 7,80 m, se halla en las bóvedas del puente de Alcántara.

Se ha estudiado una segunda muestra de esta medida obtenida al añadir a los valores anteriores los valores de otros 109 puentes de Italia y sur de Francia, la mayoría medidos por nosotros, y el resto los hemos tomado de la obra de Galliazzo (1995). En esta nueva muestra de 144 medidas se ha realizado un estudio de frecuencia con el siguiente resultado:


Anchura Nº de bóvedas Frecuencia Frecuencia acumulada
0,00-4,00 7 4,86% 4,86%
4,00-4,99 22 15,28% 20,14%
5,00-5,99 28 19,44% 39,58%
6,00-6,99 42 29,17% 68,75%
7,00-7,99 22 15,28% 84,03%
> 8,00 23 15,97% 100,00%

En este nuevo estudio más amplio se observa que el resultado es muy parecido, ya que el porcentaje de puentes con bóvedas de más de 5,00 m alcanza la cifra del 79,86 % (74,29 % los de Hispania) y del 20,14 % los que las tienen menores (25,71 % en los puentes hispánicos). El menor valor de la muestra son los 3,00 metros que tiene de anchura el puente tardorrepublicano de San Cono, cerca al pueblo italiano de Buccino; otro valor pequeño, de 3,40 m, lo posee la alcantarilla italiana de Ponte Nepesino en la Vía Amerina; la máxima anchura conocida, 12,95 m, la tiene otra alcantarilla, Ponte Camillario, construida en la Vía Casia, cerca de Viterbo (Italia).

Espesor uniforme de las bóvedas

El espesor de la rosca en las boquillas de las bóvedas romanas, bastante uniforme de tamaño, se extiende a todo el ancho de la bóveda, a diferencia de las medievales que suele ser mayor en los aristones de borde que en el interior. Esta uniformidad hace que coincidan las líneas de trasdós e intradós, aunque no faltan bóvedas con alguna singularidad como que el espesor sea mayor en los arranques que en la clave (Villa del Río), que haya dovelas de mayor tamaño que sobresalen (Alcantarillas) o no, situadas en zonas bajas entre el salmer y los riñones (Caparra, Chaves), que tengan su trasdós tallado para su encaje con la sillería del tímpano (Villa del Río, Ponte de Lima) o sean francamente irregulares (Alcantarilla de Mérida).

La constancia del espesor en todo el ancho de las bóvedas solo ha podido atestiguarse en aquellos puentes que se han visto o dejan ver su trasdós (Freixo, Ponte de Lima, Alcántara, San Lorenzo, Arquinho y Alconétar) o por estar parcialmente arruinado (Pertusa, Ribeira do Forno, San Miguel, San García). Si consideramos la uniformidad del espesor de las bóvedas en sus boquillas, está presente en veinte de las veintiocho obras romanas de Hispania, lo que supone el 71,43 %.

Una característica que ha sido considerada como romana son los engatillados de las dovelas de los puentes de Villa del Río y Los Pedroches. Sospechamos que se trata de un recurso constructivo utilizado en una reconstrucción posterior a la época romana, pues creemos que el uso del engatillado en las dovelas de un arco se desarrolló en la construcción bizantina o árabe. En época romana solo lo hemos visto en dinteles adovelados del teatro de Orange (Francia) y parece que también los hay en el palacio de Diocleciano de Split (Croacia); en bóvedas se conserva en la Tumba de Teodorico en Ravena, que es de construcción bizantina. Es posible que de ésta pasase a la construcción árabe y otomana donde es habitual verla. Su presencia en los citados puentes hispánicos estaría justificada al tratarse de unas obras reconstruidas en época califal sobre restos romanos que todavía se pueden identificar en su cimentación.

Otras características constructivas muy interesantes para la identificación de los puentes romanos, extraías de la sistematización constructiva que hemos realizado en numerosos puentes romanos cuyo origen está fuera de duda, son las siguientes:

Arquillos en los tímpanos

Los tímpanos de un puente, si no tienen arquillos, presentan a las aguas crecidas un paramento cerrado que las frena y revuelve de modo turbulento. Este cambio brusco de régimen de la corriente del río y la gran presión del agua sobre ellos, son los culpables de muchos de los deterioros históricos que se ven en los puentes. Conocedores del fenómeno y de sus consecuencias, los constructores romanos trataron de minimizarlas con la ejecución en los tímpanos de unos huecos pasantes, los arquillos o desaguaderos, rematados frecuentemente con pequeñas bóvedas (de ahí su nombre). Desaguaderos similares también los construyeron en los estribos, por ejemplo en el puente de Albarregas y el Ponte de Pedra, generalmente rematados con dinteles, que incrementaban la sección de desagüe en esta parte de los puentes, que curiosamente es donde hemos visto el mayor número de reparaciones (Ponte do Arco, Salamanca, Arquinho, Albarregas, Freixo, etc.).

Los constructores romanos ya dispusieron arquillos de desagüe en los primeros puentes de época republicana, como el Ponte Milvio y el Ponte Fabricio levantados sobre el río Tíber, en Roma.

Los arquillos no son elementos frecuentes en los puentes de Hispania, ya que solo se conservan en cuatro puentes: Mérida, Velho de Vila Formosa, Alcantarillas y Villa del Río. Fue un recurso constructivo que pasó a la construcción de puentes de épocas posteriores, sobre todo medievales y modernas. Por estas circunstancias no lo consideramos un elemento constructivo muy útil en la identificación de los puentes romanos.

Las cornisas

Las cornisas se hallan entre los elementos decorativos y compositivos más característicos de las fábricas de los puentes romanos, ya sean rectas o molduradas. Habitualmente se hallan en los arranques de los arcos, marcando la separación de las bóvedas de los cuerpos de pilas y estribos, y en los alzados del puente, por encima de las bóvedas y, en la mayoría de los puentes, tangentes a ellas, señalando la cota de la calzada. Si la altura de las pilas es grande, como sucede en Alconétar y Alcántara, se dispusieron dos o más niveles distribuidos en sus cuerpos, quizá para disminuir la sensación de esa gran altura y restar esbeltez a los puentes. Además de esas funciones, también podrían ser útiles, gracias a la parte volada, para apoyar las cimbras, como se aprecia en el estribo derecho del puente de Segura. La imposta más sencilla es la que carece de moldura, formada simplemente por una fila de sillares sobresalientes de la fábrica, como se ve en los puentes de Alcántara y Mérida (tramo I). Otro tipo de moldura recta es la de chaflán de tipo inverso, que se halla en dos obras, Caparra y Salamanca. Las más características son de bordes volados con molduras mixtas, ya sean tipo gola (cima) o de talón (cima reversa). En ocasiones, la ordenación formal que perseguían con las impostas la conseguían simplemente con un ligero retranqueo del arranque de las bóvedas con respecto al paramento interno de pilas estribos, por ejemplo en los puentes de Chaves, estribo izquierdo de San Miguel y Alcántara.

De los 35 puentes romanos de Hispania, solo 14 (40,00 %) conservan o sabemos que tuvieron cornisas, siete con moldura de talón, tres de gola, dos de chaflán inverso y dos con simples hiladas de sillares sobresalientes.

Plataforma horizontal o con ligera pendiente

La calzada de un puente romano tiene, habitualmente, una rasante horizontal, aunque también los constructores recurrieron a la doble pendiente, con rampas de poca pendiente como la del puente de Alcántara, o más empinadas como las que se conservan en el puente de Villa del Río – quizá no sea la original romana - y en los tramos I y II del puente de Mérida. La pendiente del 16% alcanzada por las rampas del Pont Julien (Francia) es excepcional, sin duda ejecutada de este modo para darle una mayor sección de desagüe. En otras ocasiones, la plataforma tiene una rasante mixta, horizontal encima de la arquería y con rampas en los accesos sobre los estribos; este alzado lo posee el conocido puente de Augusto de Rímini, que fue considerado por el arquitecto renacentista Palladio (III, XI), el más bello y el más digno de consideración, tanto por la robustez como por su distribución.

En Hispania no se conservan los pavimentos de la calzada, salvo en la pequeña alcantarilla urbana de Miróbriga que formaba parte de una de sus calles; es una parte del puente que es fácilmente arrancada y arrastrada por las aguas crecidas, o saqueada para reutilizarla en otras obras. Las calzadas de los puentes hispánicos pudieron estar enlosadas, aunque tampoco sería extraño que fuesen de arena y guijo con bombeo hacia los lados, que impidiese estancarse el agua de escorrentía, ya que era un tipo pavimento muy cómodo para los viajeros y las caballerías (este pavimento era el habitual de las vías romanas). En los dibujos de los puentes de Albarregas y de Alcántara realizados por el viajero Laborde, incluidos en su obra “Voyage Pittoresque”, se aprecian las calzadas enlosadas que tenían ambos puentes por aquella época, aunque no sabemos si eran las originales romanas (Fernández Casado 1980, s.p.). La calzada actual del puente de Alcántara fue construida en el siglo XIX por Alejandro Millán que modificó su rasante, eliminando la ligera doble pendiente que tenía hasta entonces. La desaparición del pavimento ha descubierto el trasdós de las bóvedas de algunos puentes, que se han desgastado con el paso de los carros y las pezuñas herradas de las caballerías, con sus características improntas que, en ocasiones, alcanzan bastante profundidad (por ejemplo en el Ponte do Arquinho).

No quedan restos de aceras – margines - ni de pretiles – parapetti - en los puentes hispánicos, y son muy escasos los que se conservan en los del resto del Imperio; entre ellos están la dos hiladas inferiores de los pretiles del puente de Saint-Chamas en la antigua Narbonensis, con juntas horizontales y rematado en una baquetón muy rebajado; los pretiles del puente tunecino cercano a la ciudad de Mecthar sobre el río Jilf, de una sola pieza de un metro de altura y encastrada en unas pilastras de piedra un poco más altas (Galliazzo 1994, I, 492); parte de los pretiles de uno de los puentes turcos de Aizani formado por dos piezas enteras con relieves de carácter marino hechos labrar por el promotor Marco Eurykles con ocasión de una victoria (Rosie 2001, 67). Un tipo singular de pretil es el que, al parecer, tuvo el puente Fabricio de Roma, ya que eran unas celosías o planchas metálicas de bronce o de hierro que encajaban en unas ranuras laterales de una pilastras cuadradas, coronadas por un busto cuadrifonte del dios Hermes o Jano, dos de las cuales se conservan encastradas en los pretiles actuales (Galliazzo 1994, I, 493). Los del puente de Augusto en Rimini son dos hiladas rematadas en baquetón; alojados en sus extremos se conserva el sistema de evacuación de las aguas pluviales de la plataforma, formado por gárgolas acanaladas bajo una pieza perforada del pretil, con una cazoleta de recogida poco profunda a la altura de la calzada y un canal semicircular de diámetro menguante hasta el borde de la parte volada.

Empleo de pinzas de izado y palancas en el calce de sillares 

Para encajar la puntas de las pinzas de izado, los ferrei forcipis, los canteros hacían unos pequeños agujeros, de formas y profundidad variable, en dos caras enfrentadas de los sillares; son bastante frecuentes en los puentes de Hispania. Otros sistemas de izado menos frecuentes, que no hemos localizado en los puentes hispánicos, son el uso de garras o castañuelas metálicas alojadas en huecos troncopiramidales, o mediante cuerdas introducidas en canales laterales labrados en los sillares o enganchadas en protuberancias o salientes (Adam 1996, 50). Los agujeros para las pinzas no siempre se ven en la sillería de un puente, pero no por ello se deduce que no los tiene, ya que pueden hallarse en otras caras no visibles exteriormente. El uso de las pinzas de izado y la práctica de los agujeros en los sillares pasó a los sistemas constructivos posteriores, incluso nosotros los hemos empleado en recientes reparaciones de puentes históricos gallegos.

Este prolongado uso, disminuye la importancia de esta característica constructiva en los procesos de identificación de un puente romano; sin embargo, si está presente, es una prueba más de ese origen, ya que es habitual en las obras de esa época.

Una vez que los sillares han sido izados y depositados cerca de su ubicación definitiva, es necesario realizar su ajuste frontal para dejarlos en su posición final (Adam 1996, 56). Para realizar esta operación se utilizaba una palanca que se introducía en unas pequeñas muescas de forma cuadrada o rectangular, muy frecuentes en los puentes de Hispania. Creemos que es una clara singularidad de los puentes romanos, pues no las hemos visto en obras de fábrica posteriores.

Sillería almohadillada

La construcción romana toma de la griega el gusto por este tipo de acabado y éstos, quizá a su vez, de la construcción egipcia, que ya la empleó en el tercer milenio antes de Cristo, por ejemplo, en las hiladas inferiores de la pirámide de Micerino (IV Dinastía), o de la construcción púnico-fenicia que también la empleó desde el siglo IX a.C. El motivo de su aparición pudo ser económico para no tallar la totalidad de la cara vista, por razones estéticas por los claroscuros que produce, o por la sensación de solidez que aporta a las construcciones.

El almohadillado está presente casi en la totalidad de los puentes de Hispania - en treinta y uno de los treinta y cinco conocidos -, pues falta en las alcantarillas de San Ciprián, San García y Miróbriga (construido con mampostería) y en los restos del antiguo puente de Pertusa. Es una característica constructiva habitual de época romana pero no exclusiva, pues se imitó en muchas reconstrucciones posteriores, como la del siglo XVI llevada a cabo en el puente de Segura y la del XIX en el de Alcántara.

Los tipos de almohadillado de las fábricas romanas de la región del Lacio en Italia fueron sistematizados por Lugli, algunos de los cuales se hallan en los puentes de Hispania, siendo el más abundante el almohadillado con superficie rústica, sin labra o con poca labra, con uno o varios márgenes cincelados o apiconados, el llamado tipo “e”. Otro también abundante es el tipo “a”, más sencillo con un almohadillado rústico sin labra y sin anathyrosis en sus bordes.

Resistencia de las fábricas de sillería

La construcción romana buscó la resistencia de las fábricas de sillería, tratando de que las piezas se ajustaran y trabaran entre sí lo mejor posible, para lo cual recurrieron a varios procedimientos constructivos que han demostrado su eficacia:

a) La ejecución de caras de juntas finamente labradas para que los sillares tuvieran la mayor superficie posible de contacto, pues el aparejo lo realizan en seco y sin la utilización de ripios. Estas caras, lechos y contralechos finamente labradas, evitaban concentraciones puntuales de tensiones en la transmisión de las cargas y aseguraban una resistencia de la fábrica similar a la de la propia piedra, pues la interposición de una capa de mortero entre los sillares la disminuye, y cuanto más espesor tenga, mayor es el menoscabo. La fineza de juntas fue habitual en la construcción egipcia, apreciable en muchas construcciones del Imperio Antiguo como en el Templo de la Esfinge o en el revestimiento granítico de la pirámide de Micerinos, y en la griega, en la que se ve en numerosos templos, con juntas que, en numerosas ocasiones, presentan la característica anathyrosis, que reducía la zona de fino contacto a los bordes del sillar; este recurso constructivo también se empleó en la construcción romana.

b) Para la mejora de la trabazón de los sillares entre sí, sobre todo en los cuerpos de los estribos y las pilas, los ingenieros romanos emplearon dos sistemas:

b.1) Dispusieron hiladas de sogas de modo alternativo con otras formadas por tizones; esta forma de aparejar ya fue utilizada por los griegos, quizá obtenida a reproducir en piedra la alternancia habitual de los troncos en las construcciones de madera. En la construcción egipcia se observa esta disposición en las construcciones de adobe, por ejemplo en los muros del recinto del templo de Karnak. En la construcción romana ya se empleó en obras muy antiguas, como la muralla serviana de Roma (siglo IV a.C.) y de Falerii Novi (siglo III a.C.), y el viaducto de Ponte Picchiato de la vía Flaminia construido en el 220 a.C., entre otros muchos ejemplos. Lugli lo ha denominado “sistema romano” por su existencia muy frecuente en el opus qvadratum de muchas obras. Esta forma de aparejar siguió empleándose con posterioridad, como se ve en parte baja del muro de la iglesia visigótica de San Pedro de la Nave (Zamora) construida en el siglo VII d.C., en los paramentos de algunas construcciones árabes como la Mezquita de Córdoba, la puerta de Sevilla de Carmona o el estribo izquierdo del puente de Alcántara en Toledo, aunque la disposición más abundante de épocas más tardías es la que alterna sogas y tizones en la misma hilada.

b.2) Utilizaron grapas o espigos de madera dura, hierro o incluso mármol (Choisy 1999) de formas variadas, que se solidarizaban a la piedra vertiendo plomo fundido. Este forma de trabar la emplearon también griegos y egipcios, de donde pudo proceder la forma más habitual de los puentes romanos, la de doble cola de milano; este tipo de grapa se ve mucho en los restos de los derruidos muros de los templos del Imperio Nuevo de Karnak y Luxor, y del período ptolemaico de Kom Ombo, donde se conserva una grapa de madera de sicómoro colocada in situ. Suele hallarse en la cimentación (Villa del Río, Segura y Alcántara), en el cuerpo inferior de los estribos (Alcantarilla de Mérida) y de las pilas (Salamanca y Cigarrosa) pero sobre todo en los tajamares (Freixo, Segura y Lugo) y muros de encauzamiento (Navea y Alcántara). Solo conocemos dos casos fuera del ámbito de Hispania - Pont Ambroix (Francia) y Chemtou (Túnez) - que se hallan en las bóvedas.


La identificación de los puentes romanos

Este corpus o conjunto de disposiciones, tipologías, singularidades y otras características constructivas que hemos expuesto, ha sido obtenido del proceso de sistematización constructiva que hemos llevado a cabo en numerosos puentes romanos, cuya procedencia está fuera de duda. Nos hemos detenido, con particular atención, en los treinta y cinco puentes de la antigua Hispania que hemos identificado hasta la fecha; creemos que puede ser de utilidad en la identificación de los puentes romanos, y aplicable en aquellos casos en los que se trata de saber si es romano un determinado puente antiguo. En estos procesos de identificación se trata de buscar en la fábrica del puente, las características y singularidades que hemos expuesto; así, si se observa que responde a uno de los modelos mencionados, y si en la lectura de sus paramentos y el análisis de su fábrica se detectan esas características, podemos establecer la posibilidad de que se trate de una obra romana, de “tradición constructiva romana”. La mayor probabilidad de acierto se consigue si son varias las halladas y además son aquellas que tienen mayor valor ‘identificativo’, como las muescas de la palanca o las grapas de cola de milano. En caso contrario debemos ser prudentes, aunque posea algunas de las más frecuentes (existencia de sillería almohadillada, buen aparejo y juntas finas en la sillería, y una anchura superior a los 5,00 metros), ya que también pueden hallarse en puentes de los siglos XIX y XX. La experiencia personal de cada uno también puede contribuir al proceso de identificación, pero una opinión no puede cuantificarse por muy cualificada que sea, por lo que no es suficiente para obtener una conclusión; sin embargo la impresión que produce una construcción romana como obra bien ejecutada, proporcionada, ajustada al fin propuesto, sólida, resistente y estable, es de un innegable valor aunque evidentemente no sea suficie nte.

Cuestión más difícil de conseguir con los conocimientos actuales es la datación concreta de un puente en un periodo corto de tiempo como puede ser el reinado de un emperador. Para lograrlo es precisa la realización de nuevos y más amplios estudios sistemáticos de un mayor número de puentes, comparándolos con otras construcciones, algunas de ellas ya estudiadas y sistematizadas. También son necesarios estudios constructivos sistemáticos de los puentes de otras épocas, para conseguir que ciertas características que les son comunes, puedan diferenciarse entre sí y convertirlas en singularidades propias de cada etapa histórica.


Nota.- Todas las fotografías de la ponencia son del autor.


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